GENTE EN TREN
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Para que haya gente que gane, otra tiene que perder. El mundo funciona así. Ella era consciente de esta verdad. Y también de otra: en un lugar tan feo como este, solo la música o el amor por otra persona lo pueden hacer llevadero.
La conocí en un tren. Uno en el que ella viajaba varias veces a la semana. Iba y volvía de la capital en la que trabajaba, al pueblo en el que residía con su familia, y en el que después compartiría su vida con su marido: mi hermano. La primera vez que la vi él todavía no había posado sus ojos en ella, no la había desnudado con la mirada; aun no la había besado. Yo los presenté sin saber cuánto iba a afectarnos a todos ese encuentro.
A Patricia pronto le dejaron de interesar las películas que reproducían en los monitores por ser muchas veces repetidas y casi siempre ya estrenadas en la tele; se mareaba si leía, y no tenía por costumbre frecuentar sola el atestado vagón cafetería. Así que, como le gustaba dibujar, compró una libreta de tamaño A4 con rígidas tapas negras en las que escribió con rotulador plateado: «Gente en tren». En cada uno de sus muchos viajes, elegía a un desconocido e intentaba plasmar su alma en una de las hojas de esa gran libreta. Siempre en blanco y negro, pensativos y serios.
Yo viajaba en la fila junto a la ventana, la que no lleva adosada un asiento para el acompañante. En esa en la que puedes ir solo y tranquilo. La mejor desde mi punto de vista, si no te apetece que una señora mayor te dé la murga durante todo el trayecto contándote sus problemas de salud o los de su vecina. Una vez incluso, una mujer trató de concertarme una cita a ciegas con su hija. «Guapísima y muy cariñosa», me la describió después de sonsacarme que yo era médico, una profesión que abre muchas puertas y no pocos batallones de chicas.
Esa tarde me eligió a mí como modelo. Lo descubrí estando ya casi finalizado el retrato. En ese momento supuse que se sintió inexorablemente motivada por mi atractivo natural. Aunque poco más tarde, cuando en el andén le presenté a mi hermano, al conato de escritor al que le costaba llegar a final de mes, deduje que fue solo porque yo viajaba en el sentido contrario a la marcha sin nadie delante ni detrás.
—¿Me estás dibujando? —pregunté de forma retórica con mi más seductora voz.
Ella se limitó a sonreírme y me mostró un retrato de mí pensativo, mirando por la ventanilla. ¿Yo bajo tanto la barbilla y achino los ojos mientras me sumerjo en mi mundo?
—¿Me lo regalas?
—No —se limitó a responder ella y continuó sombreando mi hombro izquierdo.
Ninguna emoción asomaba en su palabra. Respondió como si lo hubiera hecho a un ofrecimiento.
No me dio opción al regateo, a la súplica o a que cambiara de opinión aplicando mi habitual técnica de vencer voluntades femeninas, que consistía en ladear la cabeza, sonreír levemente y practicar mi estudiada caída de ojos.
—¿Me permites ver el resto de la libreta?
Ella la cerró y me la tendió. Me gustó que fuera parca en palabras. Antes de abrirla, solo con leer el artesanal título, supe que me iba a fascinar el contenido. Como en botica, había un poco de todo: niños, viejos, adolescentes… incluso una monja. Todos tenían algo en común y muchas cosas que los diferenciaban.
Ellos se enamoraron a primera vista, cosa que a mí me molestó. Bueno, mejor dicho, hirió mi bien proporcionado ego.
Fuera de la estación, a la que mi hermano había acudido para recibirme a mí, se ofreció para acompañarla a casa, dejándome a mí más tirado que una colilla.
—Vivo muy cerca —objetó ella.
—Mejor —claudicó él.
No la besó hasta varios meses después. Esta vez quiso hacer las cosas bien, según me contó él. Ella apenas me volvió a hablar, aunque yo recordaba que guardaba un dibujo mío en su libreta y fantaseaba con la idea de que lo miraba a escondidas cuando se sintiera desdichada con su cariñoso, aunque pobre de solemnidad marido.
No les dio tiempo a darme sobrinos. Una lástima, porque con esos genes seguro que habrían salido guapos y listos. Mi hermano nos dejó al año y poco de casarse con Patricia. Cáncer de páncreas, tres meses desde el diagnóstico.
Ella quedó viuda, y más sola que la una, en ese pequeño apartamento que compartían cerca de la estación de tren.
Fui a visitarla la semana después del funeral, que tuve que costear yo porque el vivalavirgen de mi hermano no fue capaz ni de contratar una póliza de decesos a tiempo.
Me recibió con el mismo vestido negro que lució en el entierro. Cuando entré, ya estaban preparadas sobre la mesa una botella y dos pequeñas copas de vidrio barato. No me ofreció otra bebida ni nada de comer para acompañar el alcohol, que ella parecía beber como los peces del villancico. Mantuvimos una intrascendente y breve conversación sobre el tiempo, tras la que se produjo un incómodo silencio.
—Has sido muy generoso —titubeó Patricia con un hilo de voz— y no quiero que te ofendas, pero… —dudó por un momento— ¿A qué has venido, Juan? No tenías por costumbre venir a casa estando tu hermano, así que entiende que me sorprendiera tu llamada de ayer y me llevara a pensar que sería algo más que una visita de cortesía.
Le sonreí a mi copita. Nadie pondría en duda que era una chica lista. Cuando alcé la mirada, la suya seguía de hito en hito clavada en mí.
—Tienes razón —afirmé.
—Tú no pegas puntada sin hilo, Juan. Eres el pragmatismo personalizado. Espero que no te sienten mal mis palabras porque te estoy muy agradecida…
—En absoluto —la interrumpí. No quería que siguiese por ahí—, yo siempre agradezco la sinceridad. Vengo a hacerte un favor: a comprarte los libros viejos de mi hermano.
—¿Los libros viejos?
—Sí, mujer, así te quito trastos de casa y ganas unos euritos.
—No sé, Juan. —Se la notaba indecisa—. Así de pronto no sé qué decirte. No es que les tenga especial cariño, pero déjame que lo piense. —Se le encendió una bombilla sobre la cabeza—. Bueno, los puedo llevar a tasar… y ya te diré algo.
—Patricia, mujer, que somos familia. No hace falta tasarlos. Ya te digo yo lo que valen. ¿O es que crees que mi hermano guardaba una primera edición de «El Quijote» en su librería?
—No, Juan, no es eso.
—¿Es que no confías en mí?
—No, hombre, no digas cosas tan feas. Míralo de esta forma: así yo no me podré aprovechar de ti.
—Aprovéchate, tonta. —Le guiñé un ojo—. Que seguimos siendo familia. Mira, mujer, te voy a hacer una oferta, pero que tiene una hora de caducidad, para que no tengas que darle muchas vueltas a la cabeza: Mil euros por los treinta o cuarenta librachos que poseía mi hermano. No dirás que no es una buena oportunidad para ti.
—¡Mil euros! —Se le abrieron mucho sus preciosos ojos verdes.
—Sí, Patricia, son veinticinco euros por ejemplar. Más caros que si fueran nuevos.
Ella se puso en pie y paseó, lo poco que se podía uno mover en esa única habitación que compartían el recibidor, el salón, la cocina y el comedor. Se plantó frente a mí para decirme:
—No sé, Juan. No entiendo por qué tanta prisa por unos libros viejos. Y, como ya he dicho antes, más viniendo de ti, que no pegas puntada sin hilo.
—Treinta y no se hable más —sentencié—. Eres muy buena regateando. Puede que encuentre un puesto para ti en mi clínica de belleza, ahora que te has quedado desempleada.
Ella se miraba las manos. Se notaba que trataba de reflexionar lo más rápido que podía y que desconfiaba de mí. Iba a tener que hacerlo mucho mejor si quería convencerla para que accediera a la venta.
—¿Mil doscientos euros en total? —preguntó.
—Sí, cuñada. No negarás que es un buen dinero.
—¡Seis mil! —decidió de golpe.
Yo me puse en pie de un salto.
—¿Te has vuelto loca, mujer?
—Si me ofreces una cifra concreta es porque valen cinco veces más, por lo menos. Así que te pido el montante multiplicado por cinco. Yo desconozco el valor de esos polvorientos libros, pero creo que así me aproximo más a la realidad.
Me volví a sentar, tomé la copa y bebí el resto del tibio líquido de un sorbo. Aceptar el importe que ella me solicitaba era como admitir que había intentado estafarla con mi primera oferta. Decidí hacerlo de todas formas.
—De acuerdo —dije.
Ella volvió a tomar asiento junto a mí y rellenó las copas mientras sonreía. Eso me hizo feliz. Al fin y al cabo, yo no quería esos libros para nada. Pensaba donarlos a la biblioteca municipal, si es que me los aceptaban. Mi única intención oculta tras esa adquisición era la de cuidar de mi cuñada, como le prometí a mi hermano hace ya tres meses cuando vino a verme a mi consulta con un diagnóstico en una mano y una pena que yo podía aliviar en la otra.