Primera edición: julio, 2018.
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Los personajes y hechos incluidos en esta obra de ficción son inventados. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Se han tomado licencias históricas con motivo de la trama.
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Versión en papel ISBN: 9781980568223.
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A Tito,
la sal de mi tierra,
la luz de mi mundo.
 
 
 
 
 

ÍNDICE
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XII + I
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
 

 

 

Capítulo I

 
 
Hemeroscopio, actual provincia de Alicante, siglo VII a. C.
 
 
 
Pudo haber sido de otra manera: otros los que arribasen a este recóndito lugar, se sobrecogiesen al desenterrar el aciago descubrimiento y, atemorizados ante la inminente muerte, se encomendaran a sus deidades; sin embargo, ocurrió así. Había permanecido ahí desde siempre, oculto bajo varios metros de tierra, aguardándolos con paciencia infinita.
La leyenda que inició la aventura brotó de un bisbiseo que desembarcó en un puerto. El mito fue saltando de unos a otros como piojos plateados. Su brillo aumentaba cuantas más cabezas contagiaba, hasta que un adalid quiso establecer su veracidad. Se decía que Coleo, un navegante de la cercana isla de Samos, quien no pudo evitar ser arrastrado por el viento Apeliotes, llegó a unas lejanas tierras donde el oro y la plata abundaban como los peces en el mar. Se contaba que se repartían lámparas de bronce en los poblados, obtenidas al fundir cobre y estaño en colosales hornos de carbón, y conseguían así alejar a enemigos y bestias, al iluminar las oscuras noches con ellas. Se afirmaba que los yacimientos metalíferos, someros y numerosos, se extendían a lo largo del reino de Tartessos.
Un obstáculo se interponía entre ellos y los metales: aquel inexplorado territorio se encontraba más allá de las Columnas de Hércules, límite del mundo conocido. Esos hombres ambicionaban una vida mejor, así que, reunidos en asamblea, decidieron que merecía la pena intentarlo. Emprenderían el viaje y, una vez allí, mercadearían con los habitantes del lugar. Si no eran devorados por una bestia marina o se precipitaban al vacío que existía más allá del confín de la Tierra, establecerían una relación comercial beneficiosa para todos.
De la ciudad griega de Focea, en las costas de Jonia, partieron los valientes que vivieron esa epopeya. Para alcanzar Tartessos, izaron las velas desde sus colonias más cercanas en Massalia. Zarparon en pentecónteros, barcos de guerra impulsados por cincuenta remeros, y no en naves mercantes. Aunque sus intenciones no eran hostiles, tomaron dicha medida para defenderse de los peligros y enemigos con los que se podrían encontrar.
En el momento en que Cleon, el adalid focense, consideró que la primera expedición se encontraba preparada, ordenó realizar un sacrificio con el fin de conocer las señales de los dioses. Se degolló un gallo con el propósito de que fuese íntegramente consumido por el fuego, pero al cortarle la cabeza la sangre brotó negra y pestilente. Se determinó que el resultado del holocausto había sido infausto y se decidió posponer el viaje. Tiempo después recordaría aquella decisión, que trajo consigo un par de meses más de dicha junto a su amada esposa y la concepción del hijo al que nunca llegó a conocer; y dudó de si el designio divino se refirió al viaje o a él mismo.
Cleon no decayó en su empeño y aguardó un buen presagio. Este llegó en forma de bandada de aves que, como si de un sueño se tratara, entintaron el cielo al sobrevolarlos, generando un sepulcral y sonrosado silencio. Aun así, consultaron al oráculo y, al obtener una respuesta favorable, partió la segunda expedición.
Las cartas de navegación que poseían se encontraban incompletas, por lo que Cleon ordenó a las naves alejarse de la costa, hasta casi perderla de vista, para evitar encallar en las islas no marcadas en los mapas.